Recordada por ser la primera mujer en ostentar el título de Princesa de Asturias y abuela de Isabel la Católica, la historia de Catalina de Lancaster está estrechamente ligada a Valladolid, ciudad donde murió a la temprana edad de 45 años. Aquí terminó sus días una de las reinas más relevantes de su época, que ostentó poder político como regente de Juan II, igual que la ‘tres veces reina’ María de Molina, lejana ascendente -abuela de la tatarabuela- de su marido, el rey Enrique III de Castilla.
Nacida en Hertford y criada en el castillo ducal de Melbourne, era hija del duque de Lancaster, Juan de Gante, hijo de Eduardo III de Inglaterra, y de la infanta Constanza de Castilla, hija del rey Pedro el Cruel. A la muerte del rey inglés no fue Juan de Gante, sino el sobrino del monarca, Ricardo -inmortalizado en la obra de Shakespeare-, elegido heredero. Esta situación movió al duque a reclamar el trono de Castilla en su nombre y en el de su esposa Constanza; una ofensiva política que fracasa. La derrota de Juan I de Castilla promueve una nueva intervención en la política castellana, que desemboca en el Tratado de Windsor de 1386. Ese mismo año, embarca Catalina de Lancaster junto a sus padres, rumbo a la tierra sobre la que reinaría. Sólo dos años después, el 1388, se firma el Tratado de Bayona, que pone fin al conflicto dinástico a través del matrimonio concertado entre Catalina y su primo, Enrique de Trastámara.
Comienza así no sólo al dinastía de los Trastámara, una de las más recordadas de la historia gracias a la imborrable figura de Isabel I ‘La Católica’, sino también la costumbre de imponer el título de príncipes de Asturias a los herederos a la Corona, eco del título de príncipe de Gales en la tierra natal de Catalina.
Aunque como reina consorte no se involucró directamente en asuntos de Estado, Catalina diseñó una red de alianzas diplomáticas y familiares. Impulsó, entre otros movimientos, la liberación de los hijos de su abuelo, Pedro I; fortaleció los lazos con Inglaterra y logró revertir a la Corona las ciudades en Bayona concedidas a su madre Constanza.
Con apenas 17 años, Enrique comenzó a manifestar signos de enfermedad -seguramente, un tipo de lepra tuberculoide-. Pese al conocido estado de salud del rey, los 13 años que tardó el matrimonio en tener descendencia eran relacionados por los cronistas de la época con las costumbres de la reina en la mesa de «tomar más alimento en las comidas de lo que es regular en las mujeres».
En 1401 nació la primogénita, María, y dos años después, Catalina. Mientras el matrimonio ansiaba un hijo varón para asegurar una sucesión política sin conflictos, el hermano del rey, Fernando I de Aragón, no dejaba de engendrar vástagos -tuvo siete, cinco de ellos, niños varones-. En tal situación, Fernando acariciaba la corona. Para complicar la espera, a los problemas de salud de Enrique se unieron los de Catalina, diagnosticada de ‘perlesía’ (Párkinson).
En 1405, nace el ansiado heredero, Juan. La felicidad de la pareja se ve truncada un año después, con la muerte del rey Enrique III, cuando el infante tenía sólo 22 meses de edad. El testamento regio confiaba la regencia a la reina y a Fernando. Se abre una ardua etapa en la que cada uno busca defender sus intereses, también territoriales, y su posición sin comprometer la estabilidad del reino, un largo camino durante el que Catalina demostró gran habilidad negociadora y maestría para alcanzar acuerdos, mientras fortalecía del poder político de la Corona. Hubo, no obstante, un aspecto que unió a los dos regentes: el apoyo a Benedicto XIII, el papa Luna, en el cisma de la Iglesia.
Muestra de las estrategias de Catalina fue el apoyo a su cuñado cuando se abrió el debate sucesorio en Aragón. La reina apoyó firmemente su candidatura y renunció a todos los derechos que pudiera tener su hijo en dicha empresa, con la esperanza de asumir en exclusiva la regencia. Como bien predijo Catalina, cuando Fernando es nombrado rey de Aragón, renuncia a su papel para con el joven Juan. Cuando dos años después, en 1416, fallece Fernando, Catalina puede, al fin, ejercer la regencia de Castilla con total independencia.
Así, la reina abandona las aspiraciones belicistas de su cuñado, firma tregua con Granada y focaliza sus esfuerzos en legar a su hijo un reino estable y en paz.
La salud de Catalina empeora rápidamente en 1418. La reina pide ser trasladada a Valladolid, donde fallece el 2 de junio. Sus restos fueron llevados a la Catedral de Toledo, donde aún yace junto su marido.
La huella de Catalina de Lancaster se imprime, también, en la configuración urbanística de nuestra ciudad. Influenciada por Vicente Ferrer, dicta en 1412 el conocido como ‘Ordenamiento de Valladolid’, una ordenanza que apartaba a los judíos de la actividad pública y los relega a vivir aislados en su aljama. Configuró, así, la nueva judería de la ciudad, en el entorno de la iglesia de San Nicolás, en lo que hoy son las calles Lecheras, Tahonas, Imperial, Isidro Polo y, cómo no, de la Sinagoga; y plazuelas como la de los Ciegos, cuya leyenda permanece ligada a la aljama judía.
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