Cuesta pensar que hace menos de un siglo las casas de Valladolid no contaban con agua corriente. Lo que hoy consideramos un servicio básico era, hasta hace no tanto tiempo, un auténtico lujo del que pocos hogares disponían. Era tal su carácter excepcional que en 1939 el Gran Hotel Moderno aún se anunciaba como establecimiento ‘con agua corriente en sus habitaciones’.
Sin agua en los domicilios, la figura de la lavandera formaba parte indisoluble de la vida cotidiana de la ciudad. Algunas como encargadas de la colada de su propia familia, otras como trabajadoras, estas mujeres descendían a las orillas de los ríos o se dirigían a los escasos lavaderos públicos (los había de propiedad particular) con sus cestos de mimbre o sus cajas de madera.
Buena parte de las lavanderas de Valladolid ejercían su trabajo en la ribera del Pisuerga. Conservamos fotografías de mujeres arrodillas junto al Puente Mayor o en el entorno de la plaza de Tenerías, dos de los enclaves donde fue típica la imagen de la lavandera. También sirvió para este cometido el Esgueva en cualquiera de sus ramales.

Quienes se lo podían permitir tenían la opción de acceder, previo pago, a los lavaderos particulares de uso público. Los hubo que gozaron de tanta fama como el Lavadero de Higinio Mangas (en la actual calle Padre Claret). Otros se ubicaron en lo que hoy es la calle de Cervantes, en el actual ‘edificio Telefónica’ de La Pilarica o en la plaza de las Tenerías.
Si bien las fotografías de las que disponemos nos muestran su duro trabajo desde finales del siglo XIX, encontramos otras referencias anteriores a este antiquísimo oficio, algunas tan curiosas como las ordenanzas recopiladas por el regidor de la villa Juan Mosquera de Molina, en el siglo XVI, que prohibían así el apaleamiento de la ropa:
Ordenamos y mandamos, que ninguna muger, que por dineros lavare ropa de otras personas, no la pueda apalear por hacerlo con menos trabajo, aunque digan que la ropa es suya; porque a permitirse, sería en daño de la república, por razón que la ropa apaleada se rompe, y dura mucho menos que la que se lavare a manos, so pena que por cada vez que lo contrario hicieren, paguen cien maravedís, y por la tercera vez no puedan usar de ahí adelante en esta villa del dicho oficio de Lavanderas; la cual dicha pena sea repartida en la manera ya dicha.

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