La visita teatralizada Reinas en Valladolid nos invita a recorrer más de tres siglos de historia de la mano de cuatro mujeres excepcionales. Nacidas en tiempo de paz o de guerra, casadas por voluntad propia o como moneda de cambio en alianzas estratégicas, las cuatro tuvieron algo en común: cogieron las riendas del gobierno cuando la mujer estaba relegada a un segundo plano, pelearon por consolidar su linaje, fueron hábiles políticas y se ganaron a pulso un hueco en la Historia.
La visita teatralizada Reinas en Valladolid nos invita a recorrer más de tres siglos de historia de la mano de cuatro mujeres excepcionales. Nacidas en tiempo de paz o de guerra, casadas por voluntad propia o como moneda de cambio en alianzas estratégicas, las cuatro tuvieron algo en común: cogieron las riendas del gobierno cuando la mujer estaba relegada a un segundo plano, pelearon por consolidar su linaje, fueron hábiles políticas y se ganaron a pulso un hueco en la Historia.
MARÍA DE MOLINA, LA PACIFICADORA
María de Molina, tres veces reina (como consorte de su marido y como regente de su hijo, Fernando, y de su nieto, Alfonso) nos recibe en el patio del Monasterio de las Huelgas Reales. Es, por cierto, una oportunidad única para ver el único arco mudéjar original de Valladolid.
La visita se detiene en la iglesia, junto a su sepulcro, una delicada pieza tallada en alabastro. Junto a ella, un imponente retablo con obras de Gregorio Fernández.
María de Molina se pierde en los recuerdos agridulces de su matrimonio con el infante Sancho. Su enlace, tan deseado por ambos, les enfrentaría al rey y al mismísimo Papa, poco dispuesto a dar por válida su unión, pues Sancho era sobrino de su mujer y, además, ya se encontraba comprometido.
Su agitada vida fue una constante batalla. Primero, por la legitimación de su matrimonio, que no logró hasta después de la muerte de Sancho. Consiguió, así, el reconocimiento de su hijo Fernando como rey. Después, por consolidar su linaje y los derechos de su familia: fue reina regente de Castilla, Toledo, León, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y el Algarve. Por último, durante las regencias de su hijo, Fernando, y, unos diez años después, de su nieto, el rey Alfonso XI.
Por un momento se olvida de nuestra visita para recordar la intensa lucha para que su hijo Fernando, que contaba con solo 9 años a la muerte de su padre, fuese reconocido rey, pese a ser en aquella época ilegítimo para la Iglesia y sufrir numerosas intrigas palaciegas. Aunque finalmente consiguió la bula papal que confirmaría su matrimonio con Sancho y, por tanto, la legitimidad de sus hijos; el protagonismo político de María de Molina no cesó.
Su papel de pacificadora la convierte en uno de los personajes más relevantes de la Edad Media. Tenía mano para la concordia, pero también una fina inteligencia con la que labró numerosas alianzas: con Portugal, para asegurar la paz y las fronteras del reino, con Francia, se ganó el favor de los nobles rebeldes y supo apartar a los ambiciosos. Durante el reinado de Fernando fue determinante en el devenir de las guerras civiles. Por último, como regente de Alfonso XI, volvió a luchar por la estabilidad interna de Castilla y de las alianzas que había fraguado a lo largo de sus reinados.
La siempre precedida por una enorme prudencia, María de Molina murió en 1321 en el desaparecido convento de San Francisco de Valladolid. Siguiendo su deseo, fue enterrada en el mismo monasterio que contribuyó a construir vendiendo su propio palacio, el de las Huelgas Reales. El mismo monasterio en el que hoy despierta para recordar cómo legó un reino en paz y un linaje consolidado que pronto daría otra importante mujer ligada a la historia de Valladolid: Catalina de Lancaster, su tataranieta.
CATALINA DE LANCASTER, EJEMPLO EN POLÍTICA EXTERIOR
La segunda cita tiene lugar con Catalina de Lancaster, primera Princesa de Asturias y abuela de Isabel la Católica. Pese a que tales circunstancias podrían eclipsar -casi- cualquier historia, la suya será recordada por su destreza en política exterior.

Catalina de Lancaster, en el Colegio de San Gregorio. Aquí murió ella, aunque antes de que se levantase el imponente edificio.
La monarca pasea en el patio del Colegio de San Gregorio –buque insignia de la arquitectura durante el reinado de su nieta-, lugar en el que murieron ella y su hijo, Juan II, y sobre el que más tarde se levantaría lo que hoy es Museo Nacional de Escultura.
Hermana del rey Enrique IV de Inglaterra, pero de ascendencia castellana, cumple las aspiraciones maternas de asegurar la corona de Castilla cuando contrae matrimonio con Enrique de Trastámara –al igual que ella, tataranieto de María de Molina-. Fueron los primeros herederos a la corona nombrados Príncipes de Asturias, equiparando la costumbre a la norma inglesa de designar a los futuros reyes Príncipes de Gales.
Catalina recibe a su vista recordando su ascenso al trono como reina consorte con apenas 16 años y su condición de joven reina regente. Enrique, apodado El Doliente por su delicada salud, murió con 27 años.
Por deseo del difunto rey, se reparte la regencia con su cuñado. Mientras él dominaba los territorios más meridionales, Catalina gobernaba en la cornisa cantábrica, Castilla la Vieja, León y parte de Castilla la Nueva. Participó de forma muy activa en la política exterior del reino, logrando acuerdos de paz y de comercio con Portugal e Inglaterra y sellando el que, como nos hace saber la propia Catalina, fue uno de sus grandes logros: una tregua con el reino nazarí de Granada y la devolución de cien cautivos cristianos.
Catalina en persona se encarga de recordarnos que a su muerte, en 1418, en el espacio que ocupa hoy en día el Colegio de San Gregorio; dejó un reino en paz y con las arcas llenas. También logró la aspiración de su madre, consolidar su linaje en la corona de Castilla. El reino pasó a su hijo Juan y a su nieta Isabel, La Católica, abuela, a su vez, de Isabel de Portugal.
ISABEL DE PORTUGAL, LA EMPERATRIZ
La niña que soñaba con ser emperatriz nos da la bienvenida al Palacio Real de Valladolid. Al igual que las otras reinas que nos han recibido durante nuestra visita, asumió la responsabilidad del gobierno, si bien en ella encontramos dos diferencias: su marido le otorgó esa confianza en vida y sus dominios se extendieron a la categoría de imperio.
El primer encuentro se produce en la escalera imperial del Palacio. En este momento, ni ostenta el título de reina ni el de emperatriz. Encontramos una joven dichosa, embarazada de su primer hijo, Felipe II, quien nació en el vecino Palacio de Pimentel; aunque poco después se vio obligada a abandonar la villa por la amenaza de la peste.
Volvemos a encontrarnos con Isabel en la llamada capilla de la reina, un enclave recoleto que conserva su configuración original del siglo XVII. Ya es madre, reina y emperatriz del Sacro Imperio, y se ha hecho valer como eje del gobierno en las sucesivas ausencias de Carlos I para afrontar las guerras del reino. Arrodillada en el altar, Isabel espera con impaciencia la llegada de su esposo tras librar la tercera guerra con Francia.
Mientras se consume un tiempo que le parece eterno, recuerda cómo, al poco de nacer Felipe, tuvo que hacerse cargo de los dominios reales durante los cuatro largos años que pasó sin ver al rey, quien pugnaba por ser nombrado emperador. También recuerda momentos amargos, cuando en esta larga espera dio a luz y perdió a su tercer hijo, un episodio que la dejaría desolada. Su carácter y su sentido del deber fueron determinantes en su recuperación y en la toma de un papel relevante en España, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán, Borgoña y en el Sacro Imperio Romano Germánico.
Una Isabel alegre y esperanzada nos anima a festejar con ella el regreso del emperador, quien, por fin, conocerá a su recién nacido hijo Juan. Lo que no sabe es que el pequeño morirá con cinco meses y que ella le seguirá un año después, en 1539.
Por su osadía y su destreza en política ha sido comparada con su abuela, Isabel la Católica, de la que también parece heredar un carácter que la marcó desde su infancia y una determinación que hizo realidad su sueño de ser emperatriz.
ANA MAURICIA DE AUSTRIA, LA REINA DE LOS MOSQUETEROS
Ana Mauricia de Austria y Austria-Estiria será más recordada, simplemente, como ‘reina Ana’, el personaje que Alejandro Dumas inmortalizó en Los Tres Mosqueteros.

La reina de los Mosqueteros vuelve al Palacio de los Condes de Benavente para recordar una feliz infancia.
La futura reina de los franceses nació en Valladolid. No es tan seguro el lugar exacto, si bien los historiadores se reparten entre el Palacio Real y el Palacio de los Condes de Benavente. En el patio de este último nos da la bienvenida la bisnieta de la emperatriz Isabel, Ana Mauricia de Austria por su matrimonio con Luis XIII.
Ha regresado a Valladolid para recordar una infancia tan feliz como efímera: con solo 14 años es casada para aplacar, sin éxito, la eterna rivalidad de su reino con Francia. En el país vecino todo es hostil, desde la actitud de su marido que la veía como el enemigo (la mismísima reina nos confiesa que no quiso consumar su matrimonio hasta muchos años después del enlace) hasta las intrigas orquestadas por María de Médici y el Cardenal Richelieu, que llegaron a acusarla de espionaje y alta traición.
A la muerte de Luis XIII asume el título de reina regente que ostentó durante casi diez años, pese a que el difunto esposo dispuso en su testamento que la regencia fuese asumida por un consejo. Ni él confiaba en Ana, quien, por fortuna, hizo gala de una gran inteligencia para conseguir su objetivo con todo y todos en su contra. La reina Ana nos cuenta que no estaba dispuesta a renunciar al título que le correspondía, aunque eso implicase la ruptura con el Parlamento. Y, tal y como nos narra, así fue. Durante la minoría de edad del rey Sol, la reina regente se enfrentó a guerras civiles, pero también firmó la Paz de Rueil e incluyó a Francia en la Paz de Westfalia. También puso fin a la guerra con España, fijando la frontera en los Pirineos y prometiendo a su hijo con la infanta María Teresa de Austria, su sobrina. El enlace supuso el reencuentro de Ana con su hermano Felipe después de cuarenta años.
Aunque murió por un lento cáncer de mama, uno de los primeros casos documentados, la reina nos asegura que se despidió con la cabeza alta, sabiendo que se marchaba con la satisfacción del deber cumplido.
- La visita teatralizada Reinas en Valladolid tiene lugar cada sábado, a las 11.30 horas, con salida de la Iglesia de la Magdalena. Las entradas pueden reservarse en la Oficina de Turismo de Valladolid de la calle Acera de Recoletos (983 219 310 / informacion@valladolidturismo.com).
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